lanzadas bolas de nieve,
los vítores a los personajes populares, la furia de la turba enloquecida,
el faldón de la parihuela con cortinas, un enfermo en su interior que es llevado al hospital,
el choque de enemigos, la súbita blasfemia, los golpes y la caída,
la multitud nerviosa, el policía con su estrella abriéndose paso rápidamente hasta el medio de la multitud,
las piedras impasibles que reciben y devuelven tantísimos ecos,
qué gruñidos de saciados o medio muertos de hambre que caen por la insolación o son víctimas de ataques,
qué exclamaciones de mujeres sorprendidas de repente y que corren a casa y dan a luz a sus bebés,
qué hablar vivo y enterrado vibra siempre aquí, qué aullidos que contiene el decoro,
arrestos de criminales, desaires, proposiciones de adulterio, aceptaciones, rechazos con labios convexos,
les presto atención, o a su espectáculo, o a su resonancia… Vengo y me marcho.
10
E n bosques y montes remotos, cazo yo solitario,
errante y asombrado ante mi propia ligereza y mi júbilo,
al final de la tarde escojo un lugar seguro en que pasar la noche,
enciendo una fogata y aso la pieza recién cobrada,
caigo dormido sobre las hojas apiladas, con el perro y la escopeta al lado.
El clíper yanqui va bajo su velamen celeste, corta raudo las centellas,
mis ojos pueblan la tierra, me apoyo en su proa o grito alegremente desde cubierta.
Marineros y mariscadores se levantaron temprano y pasaron a recogerme,
me remetí los pantalones en las botas y fui con ellos y lo pasé muy bien;
tendrías que haber estado con nosotros ese día en torno a la cazuela con el guiso de pescado.
Presencié la boda al aire libre del trampero en el lejano Oeste, la novia era piel roja,
el padre de ella y sus amigos estaban sentados cerca con las piernas cruzadas y fumaban mudos, calzaban mocasines y grandes y gruesas mantas pendían de sus hombros,
en un terraplén estaba repantigado el trampero, cuya ropa era casi toda de pieles, su exuberante barba y rizos le protegían el cuello, y cogía de la mano a la novia,
ella tenía largas pestañas, la cabeza descubierta, los lisos mechones bastos descendían sobre sus voluptuosas extremidades y le llegaban hasta los pies.
El esclavo fugitivo vino a casa y se detuvo fuera,
oí cómo sus movimientos hacían crujir las ramitas de leña apilada,
a través de la puerta entreabierta de la cocina lo vi cojear y muy débil,
y fui a donde se había sentado en un tronco y le hice pasar y lo tranquilicé,
y traje agua y llené una bañera para su cuerpo sudoroso y sus pies lastimados,
y le di una habitación a la que se llegaba por la mía, y le di ropas bastas pero limpias,
y recuerdo a la perfección sus ojos que daban vueltas y su vergüenza,
y recuerdo que puse emplastes en las ampollas de su cuello y tobillos;
se quedó conmigo una semana antes de recuperarse y pasar al norte,
hice que se sentara a mi lado a la mesa, el trabuco apoyado en el rincón.
11
V eintiocho muchachos se bañan en la orilla,
veintiocho muchachos, y todos tan cariñosos;
veintiocho años de vida femenil y todos tan solos.
Ella es dueña de la bonita casa que se alza sobre la ribera,
se oculta elegante y ricamente vestida tras las persianas.
¿Cuál de los muchachos es el que más le gusta?
Ah, el más feúcho es el que le parece más bello.
¿Adónde va, señora? Que la veo,
salpica allí en el agua, aunque permanece totalmente inmóvil en su cuarto.
Bailando y riendo por la playa vino la vigésimo novena bañista,
los demás no la vieron, pero ella sí que los vio y los amó.
Las barbas de los muchachos relucían húmedas, el agua corría por sus largos cabellos,
arroyuelos recorrían sus cuerpos.
Una mano invisible también pasaba por sus cuerpos,
por sienes y costillas descendía temblorosa.
Los muchachos flotan boca arriba, sus vientres sobresalen bajo el sol, no preguntan quién se les prende con fuerza,
no saben quién jadea y declina con un arco